viernes, 8 de enero de 2010

Hablando de valor




HABLANDO DE VALOR


Por Jorge I. Sarquís

La formación de valientes debería ser el objetivo de todo el sistema educativo, pero a juzgar por lo observable, no educamos para ello, lo que quiere decir que no educamos; luchamos por mantener un empleo ayudando a otros en el desarrollo de competencias laborales que permitan su ingreso al mercado del trabajo; los deformamos para que cifren su ciclo de vida en un interminable ganar-gastar-ganar-gastar y los incapacitamos para la comprensión del mundo, porque enseñamos el miedo; con nuestro propio ejemplo enseñamos a tener miedo; desde las más altas autoridades educativas que temen la toma del plantel, la huelga o los cambios que pueden significar la pérdida del puesto, hasta el profesor en el aula que teme al niño, a sus padres, al joven y sus amigos, todos enseñamos a nuestros hijos a tener miedo; el miedo inspira violencia y se materializa en aparatos de control. Esto es lo delicado, pues entre más miedo, más sofocante el control; ahí está por prueba la trágica experiencia de las utopías totalitarias del siglo XX; igual de asfixiante la nazi que la fascista o la comunista. Todas compartieron como inspiración el miedo y la ansiedad por un control absoluto que pudiera hacer sentir seguridad; la tan ansiada seguridad. Miedo inútil. Mejor sería aprender a confiar en la fortaleza propia, a confiar en el mundo y a esperar, aún lo inesperado. Basta con llegar a conocer las limitaciones propias para empezar a ser fuerte y hay una forma de conocer tus fuerzas.

Ninguna otra que la sociedad democrática se ha acercado más a la formación de individuos capaces de vencer el miedo fundamental del ser humano. En la exaltación de los principios del libre albedrío y la libertad de expresión está, si no el reconocimiento, la fe en un atributo no natural de los hombres, que nos hermana a los Dioses. Pero nuestro sistema capitalista, tan utópico como el que más, ha vaciado a la educación de todo contenido teleológico para reducirla a la dotación de competencias para el mercado laboral: percepción y gasto de un salario, ese es el ciclo de vida actual; no debería pues sorprendernos la creciente tentación al suicidio, a las adicciones nuevas y viejas, al crimen absurdo, a la apatía, la indolencia y desprecio de cada día, no puede resultar otra cosa de la frustración del soplo Divino que anhela salir, ser libre, elevarse en pos de la comunión con su Ser universal.

¿Es compatible la libertad democrática con la sociedad capitalista del siglo XXI, en plena fase de hegemónica global? Personalmente, me temo que no. En un mundo en el que se hace hegemónico un modelo que procura la desaparición de la unicidad, la autenticidad, en un mundo vuelto miniatura por el poder de las nuevas tecnologías en comunicación; que ve desaparecer día con día las peculiaridades culturales lo mismo que los límites de las identidades nacionales, para dejar en su lugar nada sino la odiosa homogeneidad del consumidor anónimo, en este mundo donde el terreno familiar y escolar ha quedado peligrosamente en las manos de la niñera: la televisión, la encarnación del “big brother” de Orwell, no es posible la libertad. No sólo en casa, todos nuestros espacios de socialización han sido invadidos por la caja de monólogos para hacernos receptores de una señal que incansable, inagotable, interminable nos repite día y noche: “consuma, consuma, no piense, todo lo que aquí escucha es la verdad, todo lo que aquí ve es la verdad, no se moleste en razonar, nosotros hacemos eso para usted y nuestra opinión es la suya; sólo relájese y consuma”. ¿Qué libertad hay para nadie cuando es uno sólo el mensaje? ¿Quién puede sustraerse al mensaje mediático que forma nuestra opinión sobre todas las cosas? En más que buena medida, la actual crisis global tiene su origen en nuestra entrega total e irreflexiva a las demandas de la economía de mercado. En aras de un crecimiento económico que no hace sino enriquecer más y más a cada vez menos personas, al mismo tiempo que empobrece hasta el hambre a cada vez más y más personas, hemos permitido activamente el relajamiento y la devaluación de los valores, entre estos, el de la educación como fin que en sí mismo, realiza al individuo.

Educar es etimológicamente y en principio guiar. ¿A dónde? Hacia la ética ciudadana del bien común. Particularmente las instituciones públicas, tenemos el deber inaplazable de preparar a los ciudadanos futuros y de hoy para la vida en sociedad en plenitud de capacidades y potencial de realización. Necesitamos tender un puente entre los diferentes niveles educativos que permita una movilidad de alumnos y maestros entre el hogar, el kínder y la universidad con el fin de fomentar los valores de la creatividad, del amor por la lectura, de la responsabilidad, la disciplina y el cumplimiento del deber, que como decía Alexander Pope, “en ello reside todo honor”



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