lunes, 25 de enero de 2010

Hablando de civilidad,



Hablando de civilidad


Jorge I. Sarquís

La civilidad de un pueblo es paradójicamente a la vez requisito sine qua non y resultado anhelado del nivel de desarrollo y prosperidad que ha logrado. Lo contrario de la civilidad es el predominio del apetito personal o sectorial. No puede haber pacto social sin un acuerdo fundacional aceptado por todos respecto del bien común. Ninguna sociedad que haya dejado huella en la historia mundial ignoró esta sencilla máxima. A los indígenas mesoamericanos que conocieron los conquistadores europeos no faltaba motivo para el sacrificio y hasta el autosacrificio; nadie estaba a salvo, en el nombre del bien común, de ser objeto de sacrificio; todo en aras de la estabilidad cósmica. En nuestra modernidad, ya no es tan grande la responsabilidad, no pesa sobre nosotros el universo entero, se trata modestamente de la prosperidad nacional.

Moderar la diferencia entre la opulencia y la indigencia, procurar una mejor impartición de justicia, son anhelos que pueden rastrearse en nuestra historia incluso a la famosa declaratoria de los Sentimientos de la Nación, en 1813. Libertad y Paz sólo pueden hacerse compatibles a través del Derecho. Bakunin proclamaba ser libre: “Solamente en la medida en que reconozco a la humanidad y respeto la libertad de todos los hombres que me rodean”. Bien considerado, no es otro el espíritu contenido en la célebre frase –no exenta de cierto talante poético, de nuestro eterno Juárez: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Ambas expresiones son, sin duda, brillantes conclusiones después de profundas y sesudas reflexiones que, filósofo y estadista, debieron detenerse a realizar para llegar a encapsular en tan breve espacio lingüístico tanta riqueza conceptual. Cierto es, sin duda ni menoscabo del mérito de uno u otro, que como verdaderos humanistas, ambos poseedores de un colosal bagaje cultural, seguramente Bakunin y Don Benito conocieron el ensayo de Kant titulado “La Paz Perpetua”, en el cual, el filósofo define al Derecho como el único principio posible de la paz duradera.

Ahora bien, hay que decirlo: nuestro pueblo nunca ha visto bien a nuestras leyes, sencillamente no las estima, más bien las desprecia. ¿Por qué? Porque nadie le tomó opinión para su elaboración. En México las leyes no emanan del pueblo. En nuestra tradición, cada nueva ley es un reto a vencer. ¿Por qué? Me atrevo a proponer la siguiente hipótesis: no es aparente su espíritu en beneficio de todos, en beneficio de la convivencia. La Ley en México siempre ha parecido al pueblo una camisa de fuerza y un garrote en la mano del gobernante en turno. La suspicacia, ese terrible mal que nos aqueja de fondo, no es gratuita; aún el insigne Juárez dijo: “para los amigos, Ley y gracia, para los demás, Ley a secas”.

Nuestra Constitución desde siempre constó de muchos artículos, la primera, la de Apatzingan de 1814, tenía ¡242 artículos! La de 1824 tenía 171 y la de 1917 consta de 136 artículos; ha sido reformada por todos y cada uno de los presidentes de la República desde Álvaro Obregón hasta Felipe Calderón Hinojosa. Curiosamente, todos los Presidentes parecen sentir como reclamo de la Historia la necesidad de reformar la Constitución sexenalmente, y una y otra vez, ¡los mismos artículos son objeto de nuevas reformas! ¿Qué tanto los refríen? Uno pensaría que nuestras leyes son ejemplo de perfección legislativa para el mundo entero. Sin embargo, nuestro pueblo se siente agraviado por la ley y por ello se regocija en su quebranto cotidiano. La Constitución norteamericana, en odiosa comparación, tiene 7 artículos originales que datan de 1787 y ha sufrido 27 enmiendas ratificadas y 6 no ratificadas en 222 años. No son sólo números. La comparación es en un sentido indebida; se trata de dos historias nacionales muy distintas en uno y otro caso; pero será útil, si puede motivar la reflexión seria entorno al espíritu de las Leyes. He aquí una idea para provocar al amable lector a esa reflexión: en cualquier sociedad, el número de las leyes necesarias es inversamente proporcional a la fortaleza de los principios que, como por arte de magia, emanan entre los miembros de un colectivo cuando se sienten seguros de las evidentes bondades resultantes que convocan a la convivencia en sociedad. La cohesión del tejido social es en cualquier caso una función espontanea de la identificación recíproca entre todos los miembros de la sociedad. Cuando cualquier hombre pueda considerar a cualquier niño como a su propio hijo, empezaremos a ser país. Cuando nos deje de importar la procedencia de las personas, el culto que profesan, sus preferencias sexuales, sus afinidades políticas, entonces empezaremos a ser país.

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